Invertí en mi novio y no en Bitcoin… quizá me equivoqué
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Hace poco, mi hermano se hizo de mucho dinero inesperado por invertir en criptomonedas. Casi de la noche a la mañana, 300 dólares pasaron a ser decenas de miles, así que ahora puede renovar su sótano. Quizás. No lo sé. Supongo que podría si pudiera encontrar el dinero escondido detrás de las cifras.
Desde la primavera pasada, he fruncido el ceño durante dos almuerzos, tres cenas y media docena de cafés durante los cuales mis compañeros de mesa se han pronunciado acerca del siempre místico Bitcoin. Estaban muy seguros de la simplicidad de lo que yo llamo “dinero del espacio”, confiados en cuanto a su ciclo de vida y la dinámica de cómo funciona.
Mi mente, por otro lado, apenas espera unas cuantas palabras clave antes de terminar pensando en otras cosas por la libre asociación: bitcóin, cadena de bloques, cadena de tontos, locos, Un impulsivo y loco amor, Salma Hayek, etcétera.
Durante estas discusiones en las que yo daba saltos mentales, mi novio estaba sentado junto a mí con el mismo escepticismo que yo, o eso supuse. Pero de repente la charla apasionada lo animaba y me hacía dudar si él también podría invertir dinero pronto. Y yo los juzgaba por ello.
Pensaba: “¿Por qué invertir dinero en algo que ni siquiera puedes tocar?”. Tener fe en cosas invisibles, con riesgos tan altos… no podía aceptar la idea.
Es curioso porque soy una persona religiosa, esperanzada, confiada y que siempre ve hacia la inmensidad del cielo con la certeza profunda de que hay algo ahí.
Por otra parte, con el amor, me enfocaba en lo tangible. Podía ver lo que tenía entre las manos; de carne y hueso. Y sabía que era suficientemente real como para ameritar toda mi apaleada pero incansable fe.
Tenía entre mis manos a alguien que hacía mucho ruido en mí y para nosotros. Tenía una manera de estimular pensamientos y conversaciones que me provocaba un interés interminable.
Era muy insistente con todo: en que la gente se disculpara, en traerle una taza de té caliente a su portero, en que el desodorante y el antitranspirante en aerosol son exactamente lo mismo y en que yo debía beber más agua.
Estaba furioso por las noticias políticas del momento. Tenía sueños para este país y no era apático como el resto.
Prefería el invierno al verano y disfrutaba de la nieve como si fuera un niño.
Cuando pintaba –actividad recreativa que él quería incorporar a su rutina diaria— no había nada de recreativo al respecto: era intenso, autocrítico y determinado.
Amaba a su familia como yo a la mía: por completo, con orgullo y como su prioridad máxima.
Cada vez que le servía un plato de comida, él lo miraba como si acabara de salir de prisión, con los ojos abiertos de par en par e inmensamente feliz.
Su absurda comedia física me parecía encantadora.
Además, para alguien nacido en la década de los noventa, tenía un amor inexplicable por el jazz.
Cuando nos conocimos, luchaba por salirme de una relación con alguien sumamente atento, pero con quien no estaba en sincronía. Meses después de que terminara esa relación, lo vi a él de nuevo, en una reunión sencilla durante un sábado con amigos. Absortos en una conversación de horas, ignoramos a todos los demás el resto de la tarde hasta que le permití acompañarme a mi casa.
Sabía que me invitaría a salir pronto y, después de rechazarlo dos veces en consideración de una amiga que había salido con él alguna vez, no me pude resistir más. La transición fue muy natural. Como si, a pesar de no tener nada en común, pareciera que habíamos preparado el camino hacia este encuentro desde siempre.
En nuestra primera cita, me reí muchísimas veces. Pensé en mi amiga Rebecca, quien intuyó que el hombre que ahora es su marido era “el bueno” gracias a una hilarante primera cena.
En nuestra segunda cita, nos recostamos en el cemento frío del parque Juana de Arco y permanecimos despiertos hasta que las aves comenzaron con su repertorio matutino.
Y, al final de nuestra tercera cita, se acurrucó junto a mí en una estación de autobús antes de poner la canción “Try a Little Tenderness” en su teléfono, que metió en el bolsillo de su camisa, mientras la música viajaba entre nosotros como las hilvanadas más suaves y predestinadas de todos los tiempos.
Seis meses después, paseábamos por Midtown en Nueva York en medio del frío intenso de noviembre y nos percatamos de un hombre desaliñado que miraba hacia el escaparate de una pizzería. Se iba hacia la acera y se regresaba para mirar otra vez a través del cristal.
Mi novio le preguntó si tenía hambre y le puso un sándwich en las manos. El hombre nos agradeció, pero después nos miró a los ojos con expresión suplicante y dijo: “¿Cómo sabían?”.
Me quedé lo suficiente para escuchar a mi novio responderle: “No sabíamos. Solo notamos que te ves un poco cansado”, antes de darle la espalda y romper en llanto.
Un mes después, mi novio me dijo que ese fue el momento en que se enamoró de mí. Para mí, tan solo fue una de las cientos de veces que me enamoré de él una y otra vez.
Como la vez que me defendió de una amiga criticona. O cuando me estaba esperando en mi oficina una mañana con una sonrisa traviesa y flores en la mano. O cuando se metió a escondidas en mi departamento para ensamblar un sillón enorme. O cuando durante las conversaciones reconocía que yo era la experta de los dos en educación. O cuando le dio de cenar a mi sobrina. O cuando realmente mostró interés en mis amigos o mi hogar de la infancia, en la gente y los lugares con los que no tenía ninguna otra conexión más que a través de mí. O cuando, finalmente, me dijo temeroso que me amaba.
Cada vez que se lo presentaba a mis amigos, me sentía orgullosa. Era magnético, mostraba interés y era interesante y siempre cariñoso.
Sí, es cierto que a un mes de haber entablado nuestra relación dijo que le preocupaba que pudiera abrumarlo o presionarlo que yo estuviera tan dispuesta a comprometernos como pareja. Sin embargo, yo estaba convencida de que lo nuestro era algo irrepetible. Tenía una corazonada, incluso entonces, de que esta unión revelaba la verdad que siempre busqué, que estábamos en la misma sintonía y que siempre creceríamos al mismo ritmo.
Varios meses después, al final de una pelea dolorosa, nos separamos en el metro, yo llena de tristeza y él enojado. Momentos después, bajó dando saltos por la escalera justo cuando mi tren llegaba, me siguió al vagón y dijo que se sintió muy mal desde el instante en que me dejó.
Durante los meses siguientes, decía que lo nuestro era su amor más profundo, que no tenía dudas sobre mí y solamente las tenía sobre si él estaba listo.
Patéticamente, yo solo escuchaba la primera parte.
Por mucho tiempo antes de conocerlo, había estado consumida por un entumecimiento que finalmente me había aminorado. El dolor de irme de casa para intentar ser adulta se complicaba por mi nula capacidad para estar en paz en las relaciones. Trataba de convertir cada relación en el amor que pudiera remplazar el intenso cariño con el que me criaron, pero me dejaban sintiéndome inadvertida o estancada.
No obstante, con él me sentía viva. Sentía como si la versión de mí misma con la que había vivido por tanto tiempo había quedado realmente atrás. Además, comencé a creer que había estado paralizada por el miedo durante todos esos años turbulentos para que, cuando finalmente él apareciera, pudiera ser libre de amarlo.
Comencé a entender lo que otros siempre decían: la certeza propia nos hace menos sensibles a las partes que podrían ser difíciles. Todas las cosas que podían haberme molestado de él —su incapacidad para escucharme cuando estaba atento a la pantalla de la computadora, que no le interesaba mucho la literatura de ficción, sus dramas ocasionales— eran cosas que podía ignorar si eso significaba que podía quedarme con él.
Por primera vez en mi vida, no pensé que nuestras diferencias fueran condenatorias de la relación. Eran el espacio que nos dividía, que nos daba lugar para poder anhelar al otro, para estar cegados por el otro, para siempre querer acercarnos más al otro.
Todos con los que he discutido sobre Bitcoin afirman que es un sistema que se basa en la confianza. Estas monedas evasivas y maravillosas contienen y acumulan valor gracias a la fe compartida que le otorgan los mineros de datos y quienes tienen el toque de Midas.
Y ahora, me dan ganas de pegar mi cabeza contra la pared por no haber invertido una mísera cantidad en los inicios.
Todo el tiempo pensaba que tenía en mis manos algo de valor porque podía verlo y sentirlo. Sin embargo, la realidad y el valor son productos de fe compartida y equitativa, sin importar que estén puestos en cosas invisibles. No puedo encontrar o ver los bitcoines y nunca entenderé cómo las matemáticas complejas los traen hacia la realidad. Pero cuando la gente cree en ellos por igual, se vuelven posibles.
Él y yo, por otro lado, estábamos haciendo cuentas por separado, cada uno en su mente atribulada. Y aunque nunca entenderé cómo alguien pudo tenerme por completo en sus brazos y decidió dejarme ir, entiendo que su cálculo final era diferente al mío.
Con Bitcoin, sabes exactamente cuánto inviertes, cuánto puedes perder y cuánto posees.
Cuando le aposté primero a este amor en carne y piel solo sabía que tenía todas las de ganar. Simplemente pensé que si podía verlo, sentirlo y tener la certeza de que era verdad, no era posible que desapareciera.
Ahora, mi hermano tiene una casa que pronto será remodelada, con cimientos confiables pagados con “dinero del espacio”. Mientras tanto yo, con las manos vacías, permanezco suspendida en el espacio.
copiado https://www.nytimes.com/es/2
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